miércoles, 18 de mayo de 2011

Vieja feliz

Hay mujeres que no se mueren nunca. Nacidas para no morir, una clase de mortales ininterrumpidas, que habitan en este mundo, pero merecieron ser del otro. De pequeña, de muy pequeña, era una niña a la que le asustaban las mujeres mayores. "A las señoras hay que respetarlas, y tratarlas de usted. Nunca de tú. A ver repite: usted"; las enseñanzas de mi madre, una madre al uso que siempre supo manajarse bien entre mujeres entradas en canas, coetaneas de mi abuela. "Usted es muy vieja", le dije a Mérida cuando la vi pasar por delante de casa. Mi madre estampó su mano sobre mi boca con avidez, pero no llegá a tiempo de callarme. Mérida era la más vieja del lugar. Vieja, pero elegante, vieja, pero feliz, la recuerdo muy feliz, siempre sonriente, muy maquillada, enfundada en buenos trajes, y zapato alto y negro satinado, aunque ella presumía siempre de salir de casa a comprar con la "cara lavada y con lo primero que trancaba del armario". Fue artísta, o irrepetible intérprete de bolero y son. Pasó de ser la estrella del pueblo, estrella laureada, la más viajada, la aplaudida en varios escenarios de España y del mundo, a una artista vieja, maquillada en exceso, muy retocada, que deambulaba por el pueblo con una suerte de elegancia clásica y pose añeja, con los labios en rosa a las nueve y cuarto de cada mañana, cuando descendía la cuesta de tierra camino a la venta para comprar el pan. Era feliz, la más feliz del pueblo, de la cuesta y de las clientas que atestaban la venta en aquellas primeras horas matutinas. Ya era vieja, como digo, cuando yo vivía en el pueblo. Salí a estudiar, luego trabajé una década en el extranjero, regresé mujer, madura, hermosa, estudiada, experimentada, pero mujer al fin y al cabo. Una mujer, que regresó a casa, y acompañó a su madre al supermercado nuevo, para mostrarme, para responder a todas las del Valle que me veían tan cambiada, tan guapa, pero que se quedaban aleladas al responderles que no, que aún no estaba casada y que de niños ni hablar. No me entendían, miraban con complicidad a mi madre-eso pretendían- pero les salía la mueca imberbe de la compasión. Mientras, permanecía cogida al brazo de la primera mujer de mi vida, que en aquellos días iniciaba también su ascenso a la senectud. Imagen interrumpida cuando la vi dejar la cesta de la compra sobre el mostrador de la caja. Era ella, Mérida, la misma anciana de entonces. Surcada con las mil y una arruga que se abrían paso rabioso entre el maquillaje; labios en rojo, dibujando sonrisas maestras, las muñecas débiles dentro de mil pulseras, dedos con anillos dorados y uñas largas con el mismo color de los labios, dejando ver la compra entre sus dedos: uno a uno, con firmeza, los productos dejados en frente de la cajera. La misma mirada de artista vieja, la misma mujer de antes, instalada y decrépita en la misma escena anterior al final, pero sin irse. Hay mujeres viejas que no saben decir adiós. No quieren marcharse. Y no mueren. Será, pensé, que esa felicidad que presume le alarga la melena al tiempo. Será que llegó a vieja para ser feliz.

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